La India y yo. La gastroenteritis.

Aproximadamente a los diez u once días de habernos iniciado en el viaje, una especie de malestar estomacal -que no diarrea, un respeto- venido del inframundo ha tomado mi cuerpo y vivo La India la mar de intensamente a base de unas náuseas perennes que me acompañan día y noche, unos ardores de dragón chino que me queman por dentro, por arriba y por abajo, y unos retortijones nuevos y sorprendentes que jamás había experimentado y que me dejaban mirando a un punto fijo, con cara de como si me acabaran de apuñalar, intentando entender mi cuerpo para saber cómo reaccionar y darle solución, todo con su consecuente malestar generalizado que me dejó a merced de la cama, con ganas de hacerme la muerta hasta el día del juicio final y sin duda Sikkim será recordado no solo por sus noches estrelladas, sus trayectos en moto con los picos del Himalaya de fondo, sus gentes, su naturaleza desbordante y los monasterios budistas cuya filosofía no logro comprender, sino por esta lista infinita de trastornos que vinieron para quedarse y que fueron culpables imagino además, de algunas agresiones verbales sin venir a cuento y merma de ilusiones a mi pobre compañero de viajes El Valenciano que el pobre no sabía a qué atenerse y me miraba con desdén por esas y otras cosas.

La cuestión es que estando en Khechaperi, el chaval de la guesthouse en el que nos hospedamos, una morada maravillosa de madera con vistas al infinito y en las que al perderte en ellas no puedes evitar preguntarte qué has estado haciendo toda la vida que todavía no habías llegado allí,

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tuvo el detalle de prepararnos una quedada aquella misma noche con unos colegas suyos y un danés que pasaba por allí, con el plan de hacer una fogata a la luz de la luna y compartir tongba y risas y momentos, y El Valenciano aceptó la oferta, como todo viajero que se precie.

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A ver, yo podía poner todo el empeño del mundo, porque me gusta más una fiesta que a un tonto un lápiz pero sabía, que mi cuerpo no iba a aguantar.

Porque pasa que a los trastornos diurnos descritos anteriormente se le sumaban los nocturnos -hala, alegría- y al llegar esas horas del a noche una ya solo tenía ganas de clavarse en el colchón y que la dejaran llorar en soledad hecha un ovillo en la cama.

Dificultades para conciliar el sueño por la angustia o el malestar o peor aún, para permanecer dormida una vez había enganchado y no despertarme en mitad de la noche llorando y desquiciada, retorciéndome sobre mí misma y debatiéndome entre salir corriendo al baño, vomitar o cortarme las venas directamente, todo ello aderezado por pesadillas protagonizadas por momos gigantes que me despertaban envuelta en angustia y sudor como a un veterano de guerra, por lo que las actividades del día solían transcurrir con un sueño encima galopante que no me dejaba abrir los ojos del todo y al llegar la noche ya solo tenía ganas de crionizarme. Y así en bucle sin fin.

Pero mi compañero de viajes insistió alegando que aquello sería divertido así que finalmente accedí y a las nueve de la noche, cuando yo solo tenía ojos para una toalla empapada en la frente, bajamos al herbazal a entregarnos a la charla y a cantar el »despasito» y entre arcada y arcada fumé algún cigarrillo y di tragos de tongba, mala como un perro y aguantando la bilis, hasta que no pude fingir más y anuncié mi despedida y me fui a la cama a desear la muerte y a dar inicio al festival de pesadillas, insomnio y malestar hasta la extenuación para pasar otra jornada siguiente la mar de bien dando cabezadas en lagos y monasterios, no pudiendo ocultar mi cara de perro en ocasiones, a cada punzada, o fingiendo no estar a punto de desfallecer en otras para compensar en dignidad y que ahora que lo pienso, no sé cómo logré sobrevivir, porque aún nos quedaban tres semanas para regresar. Tres!!!

No me extraña que no le encontrara la cara espiritual a La India de la que todo el mundo habla. Lo que había era que sobrevivir.

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